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Vivimos a menudo bajo la creencia de una justicia inmanente y ni siquiera somos conscientes de ello. A raíz de dicha creencia, que se origina en unas relaciones contractuales con Dios, pensamos: "Como Job era bueno, nada terrible podía sucederle" o "Ese hombre ya sufrió una grave enfermedad, no puede llegarle otra peor".
Son pequeñas mitologías -contratos confesos o inconfesables, conscientes o inconscientes- que sostienen nuestras vidas; son la defensa irracional de los sistemas de regulación del mal que elaboramos ahora aparte de cualquier catecismo. Y, sin embargo, el sufrimiento del justo existe: no hay sistema judicial supremo que garantice el bien por el bien y el mal por el mal. Y la irreductible Amenaza del azar planea sobre nuestras vidas.
Lejos de regatear con un Dios imaginario, debemos pensar Otro Dios que no se presuma garante de nuestra seguridad, sino de la lucha propia de cualquier existencia. Pensar a Dios no como esperanza escatológica, sino como brote de vida.