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El nacimiento de la ciencia, durante los siglos XVI y XVII, estuvo marcado por el deseo de los investigadores de desvelar los misterios del mundo. La creencia general era que la naturaleza se podría comprender ya que había sido creada por un Dios sabio para construir el escenario del ser humano. Por tanto, la ciencia no se entendía como enemiga de la fe sino todo lo contrario, como su mejor aliada.
No obstante, a mediados del S.XIX las cosas cambiaron. La teoría de la evolución formulada inicialmente por Darwin abrió la puerta al materialismo metodológico. A la creencia de que el cosmos debía estudiarse pensando que sólo habían actuado causas físicas o materiales. Y aunque tal método dio muy buenos resultados, también fomentó la suposición de que la materia se creó a sí misma y diseñó azarosamente toda la diversidad de la vida, sin la intervención de ningún agente sobrenatural.
A pesar de los intentos del evolucionismo teísta por compatibilizar el darwinismo con la creencia en Dios, lo cierto es que el naturalismo materialista fundamentado en la evolución continúa todavía hoy, quizás con más virulencia que nunca, mostrando la ciencia como incompatible con la fe cristiana.
En este libro se afirma que esto no es así ya que durante las últimas décadas se ha acumulado abundante evidencia científica como para intuir que las leyes del universo, así como las de la vida en la Tierra, son el producto de una actividad inteligente y no de la casualidad. Según el autor, después de pasar revista a todas las explicaciones naturalistas sobre el origen de la vida, el misterio de la información biológica contenida en la molécula de ADN encuentra su mejor explicación en un diseño inteligente real. De la misma manera, las múltiples estructuras celulares que interactúan entre sí, realizando funciones que trascienden a sus propios componentes individuales, indican claramente la planificación previa de una mente inteligente